lunes, 17 de noviembre de 2008

EL VIAJE

(ó 'La escalera del caracol')



Esperó hasta que dejó de llover para hacerlo.

Llevaba en su casa varios días sin salir, la mayor parte del tiempo durmiendo. Cuando no dormía encendía el televisor y fijaba su mirada en él y parecía que, de otro modo, seguía durmiendo. Él sabía que estaba hundido hasta el cuello en una especie de letargo. Del alma, se reía. Se escondía, en definitiva, y ni siquiera sabía de qué aunque se lo preguntaba. Vagaba, fumaba, se hacía baños calientes hasta arrugarse demasiado y entonces echaba más agua caliente. Aguantaba la respiración. No estaba triste, era otra cosa.


Caían las últimas gotas de lluvía y con ellas empezaba a oscurecer, como un mal presagio. Ese día había estado durmiendo en el sofá, delante de la tele que estaba delante de la mesa en la que había una pecera cuadra y grande en la que había la tele, o el reflejo de esta, dentro, más pequeño y a veces ondulante. Ahora todo estaba al revés: el agua vacía (no había habido nunca peces ahí dentro), inmóvil y sin ninguna luz, la tele tenía la pantalla azul y no emitía ningún sonido. Menudo desastre. Se apresuro a apagar el aparato, llevó la pecera a la cocina y hundió el antebrazo en ella. Intentó, durante unos segundos, entender el concepto, el cambio de medio, pero no llegó a ninguna conclusión. La nevera emitía un zumbido que parecía estar enterrado o algo así. El frío de las baldosas blancas del suelo empezaba a subir por el eje de sus tobillos y sintió descubrir la fusión fría. Estaba tiritando. ¿Había llegado el momento? Quitó el brazo del agua y se acercó a la ventana del salón para comprobarlo.


Apolló su barbilla en el alféizar de la ventana con la brisa tocándole el rostro, volvió a sus ensoñaciones cotidianas, ese estado dudoso. Ya no había apenas luz solar, la ciudad parecía estar en calma y a él le pareció un gesto egoísta. Pensó que quizás podría dormir unos diez o quince minutos más antes de hacerlo, de partir. Estar muerto, pensaba, se debía parecer bastante a dormir. En un momento de locura, sintió la imperiosa necesidad de convertirse al catolicismo (algo que no había consentido nunca, ni siquiera cuando su cabeza era blanda y maleable) pues estaba convencido de que al morir, tus más firmes convicciones se harían realidad fueran las que fueran. Entraría en el reino de los cielos si en su lecho de muerte tenía la convicción. De otra forma, se vería condenado a repetir su vida desde que nació hasta morir, viendo deshacerse detalles, acentuándose los miedos y psicosis, naciendo mil veces y muriendo otras tantas, pareciéndose cada vez más a un monigote simplificado, hecho de palos y miedo.  Un escalofrío de muchos que iban a venir. ¿Se repetiría este momento, una vez muerto, representado como un hachazo en la cabeza? Algo rápido y fotocopiado mil veces. Despertar y morir, despertar y morir, despertar, morir, despertar... 

Tenía que hacerlo. Y lo iba a hacer enseguida.

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